El Códice Escurialense de Octavio Uña

«Sacra estupenda mole», así llamó don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, en el Memorial, que se le atribuye, al imponente cenotafio de epidermis berroqueña, que confundíamos con la alegría, en nuestra goethiana juventud y que nos sigue arrancando la razón y la palabra, una vez dispuestos a entrar en la sagrada y anhelada madurez.

«Sacra estupenda mole», palabras de ocre y esmeraldas, vagido que se hubiere desgarrado de un lienzo, de la atmósfera sobrecogedora que reside en el orbe velázqueño.

Cantos de El Escorial, ¿carmina escurialensia o piedras que conforman la vetusta morada de los sueños de grandeza? Libro de versos de Octavio Uña, a quien tan intensamente siento, latido de un corazón, que quiero saborear, en jornadas, a tragos, como se bebe y se ama, como se sufre y se sueña, como discurre la vida, con su estero de hez y hermosura.

El poeta

Aquel relámpago entre las tinieblas, aquel látigo cuyos chasquidos de luz perpetuamente centellean, el viejo condotiero de canciones y tragedias, Nietzsche el grande, el arquitecto de ansiedades, ya lo vaticinó: «Y ellos, los poetas, proceden sin duda del mar».

Lo dijo el trueno de seda; loco de incesto y de belleza, soberbio y aterrado como un dios pagano, ebrio de himnos, que oyó de los labios de escarcha de los míticos flautas, aquellos que bebieron el aire que Mediterráneo escupe: «Y ellos, los poetas, proceden sin duda del mar».

Y así, el hombre, ligado a las simbologías acuáticas, procede de un medio fluyente, de un mar de algas y de besos, que la divinidad redujo a vientre de mujer.

La mar, inmensa, madre generosa de la vida, paría dioses como hombres, poetas como dioses; así, los poetas son secreteros del agua, confesores y confidentes de las sombras y los mundos océanos, intérpretes de la oscuridad, labios enfermos de poligalia y de poleo, lenguas aromadas de luz, que encienden el aire cuando cantan.

Y de la mar, de un aupado de la mar, de un cadozo de la mar, ¡qué importa que el agua se haya arracimado en tierra, que se me da que las olas se transforman en besanas!, quiero hacerla glosa.

¿Octavio Uña Juárez, poeta? Filósofo, catedrático, sociólogo, conferenciante, viajero, qué sé yo; recolector de la sazón del intelecto, Octavio, se ha desmesurado y, más que un hombre al uso, parece ya una columna jónica quien lo mismo dialoga con Platón, que secretea con Goethe, que cuenta las querencias de la luna, de la mano de Leopardi, o las pasiones de los hombres, desde los predios castellanos de su garganta.

Siempre es preciso insistir sobre los poetas, y en el nombre y el hombre civil de los poetas.

Octavio, qué lejos la juventud, por tierras de adobe y Tera de Zamora, qué carrozón el perfume de los castaños en flor, sentados desde donde Rubens poseía el Monasterio, respirando la jara y el cantueso; qué lejos, Octavio, la alhucema que dicen que la vida tiene; cuando se cumple la edad de diez libros, la cosa se pone fea, y uno ya tiene que mirar hacia adelante con un peso en las espaldas, especie de Sísifo, aunque la carga sea de viento, de ese cuerpo de estiércol y grandeza, cuya fuente ignoramos, aun presintiéndola.

Octavio, cátedras, sillas de cargos que son cargas, ha cumplido diez libros; aunque, a mi modesto paladar, lo que le importa es ese miajón mollar, ese olor a pan recién cocido que desprende, ese don de sorprender la piedra, en las noches de silencio, cuando el hombre está desnudo ante todo, y la emoción se da a trajinar por un mundo quimérico de la mano de la soledad y del deseo.

Me importa su veta creadora, su título de sentidor y vocero de Castilla; me interesa su vida, el son severo de sus versos, el tono de la rima, el eco octaviano que suena en las esquinas de la Lonja, cuando la ventisca le hace llorar al firmamento tropeles de cal y la tierra, amparada de armiño y de miradas, hinca la rodilla, a los pies de nuestro Padre Escorial.

En Labrantíos del mar, advierte Octavio:

<<Si acaso vas al mar, si te sepultas en su profunda sangre azul,>>

¡Permíteme, Octavio, que empalague tus sentidos, que excite tus querencias con especies viejas, de los bazares sefarditas de Estambul, apréndete que hoy, desoyéndote, acaso vaya a otro mar, a tu hondón de azul celeste, a la enseñanza que bate por tu canto, por tus CANTOS!

Cantos de El Escorial

Para conmemorar el IV Centenario de la terminación del Monasterio y el Centenario, de la llegada al mismo, de la Orden de San Agustín, Ediciones Escurialenses ha recogido en este libro sus poemas, de temática escurialense.

El volumen consta de dos partes; la segunda, hasta ahora inédita; ilustrado por Adolfo Ruiz Abascal y J. L. Rodríguez, con un prólogo del sanlorentino, como quería Rafael Duyos, López Rubio, de la Española, notario de un notorio registro de nombres y emociones, de Giordano a Villacastín, de Cellini a Montano, de Herrera a Sigüenza, desde la primavera a él debida de Salinas al lirismo de oro de Ridruejo.

«Cuanto del cansado fondo de mi alma ha sabido arrancar el pellizco de la lira de este poeta, cargado de felices logros, bien vale ese brindis que nos ofrece <por el sol y por la piedra de El Escorial de Castilla>, que revive en mí infinitas memorias», acaba sentenciando el oidor de Felipe II y de Santa Teresa, el tramador exquisito de los <Celos del aire>.

Además, un Prenotando, en el que el autor cuenta la estructura del libro y de los motivos, cómo nacieron las partes y el todo, desde que «un dulce otoño de 1962», eligiera la soledad y el camino, tan temprano, cincelador del alba, tan temprano.

Y un puñado de palabras, para mantener la memoria, de Francisco Blanco García, Conrado Muiños, Restituto del Valle y Conrado Rodríguez, «insignes escritores castellanos y maestros escurialenses».

La vida en la palabra

No ha muchas jornadas, en una vetusta necrópolis de ilustrísimas palabras, coloquiando con gentes llenas de pasado y de futuro, alguien bisbiseó, para que atendiésemos un encuentro inolvidable; miramos, con asombro, y allí estaban mano a mano, don Miguel de Cervantes y el Cavaliere Velázquez, su ojos brillaban como el viejo bronce y sus parlamentos eran de terciopelo y azabache, embriagaban como el mirto y el pecado, impregnándose de aquella música, uno, se percató, al instante, de la urgencia inevitable de ir restaurando la palabras, tarea de visionarios, artistas y poetas.

Claro que sí, la vida se queda a residir en las palabras; pasa el tiempo, el hombre cumple el ciclo de su desazón, pero queda archivado su hechizo en las palabras, poco importa que en tiempos mueran, porque en tiempos vivirán; las palabras, como todo lo que contiene vida, nacen y mueren, se enfosan, se esqueletan, son amnesiadas, marginadas o vitoreadas, según el temple y el rigor del arqueólogo que las encuentre.

«La vida en la palabra, un haz de versos que yo fui conociendo en su día, cuando se iban desprendiendo del santuario último del poeta, teñidas de raciocinio, de polen de aliaga, de líquidos viscerales o de noches con estrellas.»

No para todos es siempre igual lo que acontece; para muchos, estos versos serán jirones de un cantar heroico, centelleos del cincel sobre la piedra; para otros, confidencias; para mí, son la emoción, contemplar cómo vuelve a latir la primavera, que un día se congeló, oír de nuevo el trinar de las aves de nieve y noche, sobre la piedra que tanto endereza el pensamiento.

Escorial, «han dormido tu carne en tu esqueleto», pero «hondas eginas medirán tu vuelo», cuando le entregues al aedo «la poblada lección de la armonía».

Tantas veces insistió el rapsoda, pero

<<No vino el eco

      a la cita

      en la tarde de tomillo.>>

porque le «asciende la Gorgona de Castilla, que pronuncia muertes miradas», desde «la gran bodega de muertos».

Y se resigna el creador:

<<Angélica: los dioses siempre fueron

más grandes en la pena.>>

<<Mas la vida,

río de tinta roja, en el códice no iba.

Que no pudo Montano poner la signatura

a un viejo pergamino: "Del origen e historia natural

de la tristeza".

Estoy en Escorial y lento me recobro

con Turriano y Manucio, con Sigüenza y Plantino:

los signos tan crecidos como selvas,

renglones como vides, como cáñamo.

(Dicen que son nacidos del silencio,

que una muda oquedad de invierno los habita)

En el cuero cosida camina la memoria

y es pobre la galera del recuerdo y altamar el olvido.>>

«¿Qué guardas, cantoral, acaso sólo sueño?», se pregunta y se reprocha el salmista escurialense, en este códice uñaniano, como un cuchillo incierto, envenenado de miel antigua y de menarquias.

Del monte en la ladera

«La vida en la palabra» cantaba la alegría, <<creía en la juventud y la libertad, como dones supremos>>; igualmente decía del <<secreto mural, ronco y desnudo, de las lejanías del tiempo originario, de los denuedos de la memoria>>, como el mismo escritor reconoce.

Pero si aquel decir fue de plata, este recién estrenado poemario, es un sonido grueso y conceptista, de un metal bruñido con ácidos, de un expresionismo inquietante en el que el oráculo ha indagado muy a manera.

Adéntrese, en esta seducción, el enamorado del vicio de la carne de la palabra, de anverso y reverso áureo, en este amasijo de sentencias y presentimientos, donde el poeta, con el pretexto de la piedra, del recado de ebriedad de la naturaleza, de las lunas y los besos, medita sobre la vida y la contramuerte, la andadura y la resurrección, el vivir y el desvivirse.

Endecasílabos, octosílabos, pies quebrados, rimas blancas, lúdico ajetreo, para decir, en clave lírica, lo que Quevedo hubiere escrito en consigna trágica y erótica, lo que repetiría Gracián en tono compacto y engañoso.

Profundidad es su nombre, escalofrío en sus adentros; Octavio Uña se duele y nos duele, y la investigación de su palabra, la hostigación de su fuerza nos acerca a ese horizonte espléndido y austero, en el que el hombre se reencuentra, para hablar con decisión de su destino. ¡Duros versos, pedernal sentir, castellanía de abolengo, voz sarmentosa y funeraria, cantoral tristerio!

Así, imperiosamente, le espeta al símbolo:

Naciste por abril, la luz te guarda,

aromas de la edad y La Herrería o júbilo,

dama a tu nombre.

Despierta en iris tu mirar lejano,

dulcemente tu don, como la aurora,

y escóndese la muerte cuando asciende un signo.

Brama y se apacigua, se embravece y se serena, "ora et labora", ensalma y entreteje esta salvaje melodía, en «Escorias»:

Te tratan, Escorial, como bastardos, burdos, tercos,

calañas mil, horteras, labradores

de fárragos, gentuzas, ¡bien poblada escoria!,

tal vez hijosdenada y putamerda.

Que nunca tú, Escorial, a quien pusiera

de pie y en viento iluminado

la voz, el don irrepetible a los ingenios.

También dijeron eras

desgracia más de un rey ambiguotriste.

Que no. Que no supieron ver ni en tus entrañas de amplia muerte

miliar grandeza.

Y, con el escocido claror de quien ha comprendido, de quien ve, con un suave dolor agridulce, funeraliza:

Nunca resurrección. Florece el túmulo

plata en la seda negramente.

—Domine, Domine, de morte…

Sabe el granito vanidad, mas él perdura.

Quiérese el tiempo en espiral. Cierra la tarde

lento y final un ángel triste.

Porque hay mucho más, porque el ave ha emigrado desde el centro de la noche, se siente la palabra y su doblez, lo que hay cuando arrancamos la corteza y ves la libertad herida, quizá lo que no pretendíamos ver, pero ya no tiene remedio; entonces, en un naufragio de jara y de visiones, se interroga el escribidor:

¿Es muerte la oquedad

segura, tan concreta y tan lívida?

Dolor un eco y a trasmano triste

mente la vida.

¡Oh cantoral!, sólo tú salvas

los gozos de la luz, por el espacio signo,

verbo dulce y al vuelo.

Dadle música al día o viento enamorado

y vivan los espacios potestades

de lumbre y contramuerte.


Y aparece el tono de réquiem, la melopea benedicta y tenebrosa del que canta más allá, lo que hay detrás, en ese espacio sereno, con sabor a retama y grisazul, donde la primavera se enfrenta con la nada:


Este rey que hoy entierran, baja a un reino

de mármoles y bronce y apacienta

mesnadas de humedad, salitre y ecos.

No sé si de él habrá sazón como del vino,

si la ceniza lleve

infundio contra el tiempo.


E implora a las sensaciones naturales, y golpea lunas para que a Escorial salven:


Lunas te salven, Escorial, de tan profunda

noche

triste.

Lunas y sueños.

Lunas te salven, Escorial, del páramo de cera;

miércoles

santo de ceniza y lloro.

Lunas y sueños.

Lunas te salven, Escorial,

lunas y sueños.


En la «Ascensión III», nos ofrece el autor las claves:


Del monte en la ladera,

seguid la ruta de la luz y su ambrosía.

Gustad los oros de la tarde y dioses.

Que dicha la canción, ya no es la noche.


Pero yo no quiero acabar el repaso, mi particular lectura, a este manojo de estaño y de magnolias, sin recoger otro de los escondidos estandartes del volumen, como es la «Ascensión VII»:


La alfombra que pusieron a tu pie subía

flores al Cervunal. Angélica la paz

lenta te mira.

Sé luz jaral, sangre resina,

bebe, muda la faz y acaso cantes

amor o mar sin tiempo.


Colofón

Pensaba, en principio, acercarme a este libro de poemas, con el pretendido rigor científico, tan caro a la crítica al uso, pero, contagiado de su sosegada pasión, del nervio de su estructura, hube de decidirme por la glosa al modo más sentido y arbitrario.

Esta floresta de piedra y de metal, este florilegio de campanas y de voces, requerían el entusiasmo, la entrega, la sazón necesaria, esa madurez a la que el poeta ha llegado, con la mente de mármol blanco y fuego por los dedos y el buril.

Es una lectura personal, tratando de hacer el discurso con los propios versos del escritor. De mi conocimiento extenso de la obra de Octavio Uña, tengo que decir que nunca su poesía había sido tan hermosa, tan a modo de granito con tanto resplandor.

El que su inmensa cultura se distraiga entre los versos, dice mucho de este creador, impenitente, de belleza.

Y un hecho cierto, evidente: cuando se recoja, para unas justas inevitables, lo más granado, que en lengua española o castellana, se haya dicho sobre la «sacra estupenda mole», allí tendrán que aparecer estos cantos emblemáticos de Octavio Uña, sus Cantos de El Escorial.

¡Salve, Octavio, me ha emocionado esa brazada de canela y menta, esa confesión unamuniana, que se ha escapado de la lengua de tu alma, como se escapa al azul del Guadarrama, para hacer unos ojos, o para hacer el agua!

Tomás Paredes